“Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer” es una forma de pensar
muy característica del fatalismo hispano que pone de manifiesto un estado de
desesperanza en el destino propio, en la capacidad de uno para cambiar unas
circunstancias que nos vienen dadas de antemano. Justo lo opuesto del optimismo
anglosajón habitualmente caricaturizado como hortera y algo naif.
La respuesta de parte de la comunidad universitaria española a la
publicación del ranking de universidades de la Universidad de Shanghái,
el más famoso del mundo y el que todos miran pese a quien pese, pone de
manifiesto que esta forma de pensar no solo caracteriza la cultura popular sino
que esta imbricada en nuestras elites académicas. El que no se consuela es
porque no quiere y lo bueno de los rankings es que uno puede discutir sus
métodos cuando le perjudican y omitir los detalles cuando sale beneficiado.
Un año más ninguna universidad española figura entre las doscientas
primeras del ranking elaborado por la Universidad de Shanghái. No han faltado quienesle quitan hierro al asunto arguyendo que esta clasificación privilegia
demasiado la investigación, que se centra demasiado en las ciencias
despreciando las humanidades y que tiene en cuenta factores casi anecdóticos
como la presencia de premios Nobel en las aulas. Según esta interpretación, los
chinos estarían haciendo el caldo gordo principalmente a los norteamericanos al
establecer un ranking demasiado a la medida de sus universidades de élite que son las que copan la clasificación. En su lugar, se nos dice,
Europa debería desarrollar sus propios métodos de medición dando más
importancia a otros aspectos fundamentales como la calidad de la enseñanza como
si hubiera una forma medianamente objetiva de medir la misma.
Mientras tanto, de una manera implícita existe una tendencia general que,
debido a la ausencia de alternativas concretas, apoya el statu quo. Es la que
habla, abundando en los lugares comunes, de mantener o incrementar el número de
becas, aumentar el número de profesores por alumno y reducir el precio de las
matrículas (¿por qué no la gratuidad total, como en Argentina?) para que todo
el mundo pueda estudiar. Que lo que hay que hacer es invertir más en I + D como
si eso fuera una receta infalible y solo hubiera que seguir una serie de pasos
ya escritos de probada eficacia.
Cuando se trata de sugerir cambios concretos, es cuando surgen las dificultades.
Si uno sugiere que se permita a los centros o a los departamentos
realizar sus propias contrataciones del profesorado, se le dice que no, que eso
no puede ser, que cualquier mindundi sin preparación y con enchufe podría
acabar dando clase. Claro, justo como sucede en los mejores sistemas
universitarios del mundo, que son el norteamericano y el británico, donde la
contratación es libre y da unos resultados tan malos.
Si otro reflexiona acerca de la necesidad de que se reduzca el número
de centros para que los existentes se concentren en demasiadas fortalezas y
quizás eliminar otros redundantes sin el número de alumnos suficientes,
entonces habrá quien contestará que ello supondría que los chicos tendrán que
abandonar sus zonas de origen para estudiar en Madrid o Barcelona, por poner un
ejemplo, y que a eso no hay derecho. Como si la experiencia vital que uno
adquiere al vivir lejos de su pueblo no fuera una de las claves del modelo
universitario en los países más avanzados.
Si se arguye la necesidad de ofrecer incentivos al profesorado,
empezando por una horquilla más amplia de sueldos que permite atraer a los
mejores docentes o investigadores tal y como sucede en Gran Bretaña o Estados
Unidos, siempre hay quien se rebela diciendo que eso es violar el principio de
igualdad que debe reinar en la universidad pública española en la que un
hipotético laureado premio nobel debería cobrar un par de cientos de euros más
que un profesor que apenas ha publicado un par de artículos en revistas
nacionales.
Si se propone, tímidamente si se quiere, la búsqueda de fuentes de
financiación alternativas, como por ejemplo la creación y potenciación de tiendas
en las universidades que vendan libros, merchandising
y contribuyan a la creación de marca para que existe al menos un simulacro de
competencia entre centros, entonces habrá quien esboce una sonrisa cruel y
condene sin paliativos un modelo de negocio a la americana que suena demasiado
vulgar para tan sacrosanta institución. Mientras tanto, en nuestras calles
madrileñas sigo viendo más sudaderas y camisetas de, por poner un ejemplo
estrambótico, la Universidad de Roma y de cualquier universidad americana de
medio pelo que de la Universidad Complutense.
Entonces quedémonos como estamos.
Mientras tanto pasan los años y, entre otras cosas, seguimos con una
agencia estatal de evaluación del profesorado (ANECA) de dudosa credibilidad,
un sistema altamente centralizado e intervencionista que no permite conformar
departamentos potentes ya que estos no pueden controlar a quien se contrata
(imagínense una empresa en la que el
empresario no puede contratar a sus trabajadores), unas instalaciones
depauperadas (por ejemplo, en la facultad de ciencias de la información de la
Complutense existe una librería en la que uno no tiene acceso a los libros que
se dan a través de una ventanilla, justo como hace 25 años) y un sistema donde
la competencia por el alumnado es inexistente ya que éstos
tienden a estudiar en las universidades de la región de procedencia.
En una ciudad tan cambiante como Madrid, donde cualquier referencia
espacial termina convirtiéndose en una franquicia de comida, pasearse por la
Facultad de Ciencias de la Información de mi querida Universidad Complutense
lleva al optimismo. Es una de las pocas veces en la vida que uno siente que, ya
que estamos con las frases hechas, el tiempo si puede pasar en balde.