Lo primero que uno nota de las fiestas de los norteamericanos es que empiezan a la hora y acaban a la hora o incluso antes. A la hora de su comienzo, ya se empieza a apreciar una cierta incomodidad. Los silencios cortan el aire como cuchillos. Es habitual que bastantes de los invitados se escabullan arguyendo que tienen cosas importantes que hacer que les impiden prolongar su estancia dejándole a uno, que no tiene ganas de hacer nada más el sábado tarde o noche, la incómoda sensación de pensar que su vida debería ser más interesante.
La vida americana le acostumbra a uno a ver como normal que este tipo de reuniones sociales duren una hora y media rigurosamente cronometrada. Parecen propios de la Baja Edad Media aquellos tiempos carpetovetónicos en los que aparecer a la hora se consideraba descortés ya que uno sabe que el anfitrión estará todavía vistiéndose o habrá bajado al supermercado a última hora para comprar algún ingrediente que se había olvidado.
Las fiestas americanas son, efectivamente, eficaces mecanismos de relojería en los que pocas cosas se dejan a la imprevisión. Se decide quien lleva qué y en cuanta cantidad, en que habitaciones se realizaran según qué tipo de actividades, donde estarán los niños, que películas se pondrán e incluso he estado en algunas en que se preparan temas de conversación o juegos divertidos y que no generen situaciones comprometidas.
La última vuelta de tuerca son las fiestas por turnos en las que los anfitriones, al igual que en los antiguos cines de sesión continua o en algunos restaurantes madrileños de no muy grato recuerdo, siguen un protocolo de invitación por franjas horarias. Tu vienes de 3 a 5, tú de 5 a 7, etc… Una modalidad que persigue evitar que se mezclen combinaciones indeseables, que las estancias se prolonguen demasiado y los invitados se repitan en exceso y la satisfacción de convencerse a uno mismo del enorme poder de convocatoria que tiene sin que la casa quede hecha un desastre.
Confieso que no se a través de las lentes de que paradigma debe ser analizado este nuevo fenómeno. Por un lado esta concepción de los eventos personales retrotrae claramente a la economía de los bienes de consumo industriales, basada en generar productos y servicios para un público masivo que se beneficia de las economías de escala (un único evento al que uno invita a la máxima cantidad de gente posible con el mínimo coste organizativo). Por otro, es deudora del nuevo modelo de la economía de las experiencias, basado en evitar la repetición y la rutina en la vida de uno, y exprimir al máximo los minutos disfrutando de compartir las experiencias propias y ajenas con la máxima variedad de tipos humanos.
A mí, personalmente, esta nueva modalidad de fiestas me parece una ordinariez rayana con la falta de respeto, pero entiendo que desde una lógica económica (de economía de las experiencias) y de networking es irreprochable y, por ende, un concepto exportable.
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