La progresiva depauperización de los pobres, valga la redundancia, en el mundo industrializado hace que corran buenos tiempos para la clase media. Al menos en términos relativos, que es como funciona la mentalidad diferenciadora del consumo en el capitalismo. Sin ánimo de banalizar un tema como éste, si como decía el personaje de Woody Allen en Annie Hall la vida está dividida entre lo horrible y lo miserable, entonces, en términos socioeconómicos, bien vale la pena pertenecer a los segundos aunque cada vez nos vaya peor.
Si algo tiene de bueno el guirigay de la emigración es que nos sirve para saber mejor de dónde venimos y adónde vamos. Una de las conclusiones más tristes es que da la sensación de que existe una creciente masa de personas en las sociedades desarrolladas que podrían considerarse un nuevo proletariado pobre, es decir, personas que trabajando cuarenta horas o más a la semana no consiguen salir adelante más que gracias a los subsidios estatales en forma de sanidad y educación gratuita (en Europa) pero que apenas tienen renta disponible para nada más, ni tan siquiera para pagarse imprevistos como un empaste en el dentista. En Estados Unidos se cuantifica que sólo la masa de personas que trabaja en el sector de la comida rápida delante del mostrador recibe alrededor de 7.000 millones de dólares de subsidios gubernamentales para sobrevivir. En España se sigue identificando la pobreza severa con el desempleo, pero se analizan poco en el fondo las condiciones de vida de esta enorme masa de hogares nimileuristas que viven permanentemente gracias a las transferencias familiares incluso en épocas que no son de crisis agudas como en la que estamos.
En Europa, con un Estado del bienestar más basado en ayudas indirectas que en Estados Unidos, sería más difícil de cuantificar cuánto dinero reciben aquellas personas empleadas con salarios bajos, ya no me refiero a los desempleados, pero las cantidades destinadas a combatir la pobreza entre personas con puestos de trabajo probablemente sean incluso más importantes ya que los salarios de mil euros y alrededores, en términos de paridad de poder adquisitivo, no son desgraciadamente patrimonio único español.
Si algo pone de manifiesto leer testimonios, viajar o escuchar las vivencias de otros es que en el mundo desarrollado existe un importante segmento de la población que, a pesar de trabajar, vive con lo puesto, en viviendas minúsculas o compartidas y muy pendiente de las ofertas de los supermercados de descuento. No son sólo inmigrantes sino en muchos casos las víctimas del fracaso escolar que trabajan en el sector servicios (en España desgraciadamente bastantes universitarios) y a las cuales se las da por perdidas. Da igual que vivan en Oslo y ganen 25 dólares a la hora trabajando en un Starbucks o 10 dólares como sucede en muchos lugares de Estados Unidos. El coste de la vida es implacable y se agarra como una lapa a las rentas bajas para limitar su ya limitadísimo poder de compra.
Son los pobres.com, bien vestidos y alimentados como corresponde a una sociedad donde la apariencia es la sustancia y los grandes iconos son compañías como Zara, Ikea o Apple que han sido capaces de edificar mitos en torno a la forma.
Existen en todos los países. Por debajo, uno sólo encuentra los desempleados o, peor, a los irrelevantes, aquellos a los que ni siquiera se contabiliza por carecer de documentación en regla para, siempre potencialmente, trabajar. Como hemos podido comprobar, una de las observaciones que más abundan entre una mayoría de los españoles es la de no te molestes en venir sin contrato de trabajo, lo que en Román paladino significa que el puesto de trabajo está prácticamente vedado para los inmigrantes más necesitados del tercer mundo que en países opulentos como Estados Unidos, Australia o Suiza no tienen casi ni siquiera la posibilidad de ser proletariado pobre.
En España, una mayoría de jóvenes también se libra de pertenecer a este grupo ya que pocos privilegiados entre ellos disfrutan del derecho a trabajar para meramente sobrevivir.
Y es que, como sucedía hace 50 años cuando nuestros antecesores se trasladaban del campo a la ciudad, formar parte del nuevo proletariado pobre se ha convertido casi en un anhelo para muchos.
El mayor problema futuro que se le plantea a una población cada vez más numerosa que trabaja y además necesita de los subsidios para vivir es que cada vez más miembros de la llamada clase media manifiesta en voz alta su hartazgo de tener que pagar cada vez más impuestos por servicios públicos cada vez de peor calidad.
El consenso posterior a la segunda guerra mundial que dio lugar al Estado del bienestar se resquebraja lentamente y nadie parece ser capaz de articular una alternativa en la que todos se sientan cómodos.
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