No es descabellado pensar que hay una importante dósis de exhibicionismo en la firma del manifiesto No toques a mi puta (también denominado Manifiesto de los cabrones) por parte de 343 personajes de la cultura y los medios en Francia como respuesta al proyecto de ley del presidente Hollande de multar a las personas que paguen por servicios sexuales.
No es una novedad que a la intelectualidad gala, y a la sociedad francesa en general, le gusta cultivar el libertinismo y la laxitud sexual como seña de identidad, siempre de reojo tratando de liderar el contrapeso europeo a lo que se entiende como preeminencia planetaria de un puritanismo norteamericano que ha terminado imponiéndose en el viejo continente en cuestiones de salud pública. Tampoco resulta excesivamente retorcido pensar que no pocos firmantes del manifiesto consiguen gracias a la repentina notoriedad mediática lograda que la gente se acuerde de su último disco, libro o película.
Sin embargo, dando por descontado lo obvia e ignominiosa que resulta la explotación que sufren las personas que se tienen que prostituir, Beigbeder, uno de los firmantes estrella del manifiesto, tiene su parte de razón cuando denuncia que proponer una ley "para penalizar a los clientes de las prostitutas supone denunciar a personas que se encuentran, nos guste o no, en situación de desamparo y de aislamiento. De lo que nunca se habla es de la miseria sexual".
Un escritor también francés y acaso más libertino que Beigbeder, Michel Houellebecq, reflexionaba en su novela Ampliación del campo de batalla (1994) acerca de un mundo occidental que proclamaba a los cuatro vientos la igualdad de las personas como derecho fundamental, pero que al mismo tiempo elevaba el placer sexual a los altares. Un mundo así, dice Houellebecq, no es un mundo en el que la gente se siente más unida sino que es un mundo en el que la diferencia entre los que tienen y los que no, se magnifica hasta límites insospechados. En ese sentido, las religiones, con su fórmula de café para todos a través de relaciones monógamas, románticas y para toda la vida, habrían ejercido en el pasado un saludable efecto regulatorio igualador en un mercado en el que la competencia es brutal y que se muestra inmisericorde con los más débiles. Su declive habría dejado a éstos más a la intemperie que nunca.
No cabe duda de que la socialdemocracia ha tenido un éxito relativo en lo que se refiere a la distribución de la renta, que es el terreno que en muchos aspectos todavía la definen muchos de nuestros políticos.
Pero en otros aspectos, al haber abrazado como suyos los principios de la contracultura, de la primacía del yo, de la consecución del placer sensorial y material como objetivo modesto pero alcanzable en ausencia de metafísicas imposibles, el progresismo no sólo contribuyó a rejuvenecer y legitimar el capitalismo actual de emociones-sensaciones sino a fomentar otro tipo de desigualdades (como la sexual) que los humanos contemporáneos, en un ambiente sofocante de promesas hedonistas, perciben como tan importantes o más que las económicas.
Y en ese tema, la doctrina progresista (y no sólo progresista ya que el ayuntamiento de Madrid está en ello) sí se lava las manos sobre todo cuando adopta poses puritanas como Hollande.
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