En la época más tecnificada y con las sociedades más
abiertas de la historia han vuelto los viejos temas, los viejos demonios. La
historia no ha terminado.
La Unión Europea y el euro parecían haber acabado con
los resquemores, las suspicacias entre el norte y el sur. Todo lo contrario,
jamás en los últimos 30 o 40 años se ha hablado tanto de las diferencias entre
la Europa calvinista y luterana y la Europea latina y católica. Y eso teniendo
en cuenta que el Viejo continente está unos centímetros de convertirse en post-cristiano
y que a Max Weber se la había ridiculizado bastante. Sigue latiendo en algún
sitio que hay ciertas culturas que son más proclives, están mejor pertrechadas
para la democracia y crear riqueza, un cierto determinismo o fatalismo. La idea
está ahí aunque no se quiera reconocer.
La crisis de los refugiados de Siria, la respuesta
europea y los incidentes en la nochevieja germana demuestran que la idea de la
otredad, del que afirma la identidad propia por oposición, sigue ahí haciendo
de las suyas.
Los británicos, con el “brexit”, creyéndose todavía
más importantes y elegidos para un destino mejor que el continente.
Los americanos no se salvan ni mucho menos. Tener a
Obama de presidente durante ocho años con una gestión más que aceptable o a la millennial generation en las
universidades, de la cual se decía que era la primera generación post-racial de
la historia, no ha cambiado demasiado las cosas. Aunque sean la sociedad más
avanzada (y en cierto sentido también más primitiva) de occidente. Quizás en
los últimos veinte años nunca se ha hablado tanto de la cuestión racial, hoy
dulcificada mediante el uso del término diversidad, un tema mucho más candente
que la desigualdad económica.
Las desigualdades entre los distintos grupos étnicos
siguen ahí, en términos de salarios, de tipo de trabajos, de influencia social,
de respeto, de protagonismo, de lo que antaño se llamaba el ascensor social.
Por mucha success story que se
cuente. Todo ello en una sociedad ya estratificada de por sí en la que parece
que en que barrio creces o a que universidad vas lo decide casi todo de
antemano.
Este tipo de desigualdad, la racial, golpea más fuerte
en sociedades como la norteamericana y no tanto por la poca potencia del estado
del bienestar sino porque son sociedades desagregadas, desestructuradas, en las
que no sólo las estructuras familiares sino también de relaciones personales
volaron por los aires hace décadas. Una mayoría de americanos tiene una media
de 1-2 amigos y no es una cosa que echen excesivamente en falta. Excepto cuando pintan bastos y uno sólamente puede recurrir a los servicios de beneficencia.
Por ello el tema racial ha cobrado una fuerza todavía
mayor en los últimos tiempos. Está en los Oscars, las series, los telediarios,
las universidades, a veces por omisión en las conversaciones corrientes. Uno
nota que es importante precisamente porque no se habla de ello.
El famoso supermartes de las elecciones primarias, las
palabras más buscadas en Google tenían que ver con raza, discriminación y por
ejemplo cristianismo en los estados del sur. En los estados más progres y
ricos, dos conceptos que van de la mano estos días, como Colorado o
Massachussets preocupaban temas relativos a los abusos de Wall Street o la
desigualdad económica.
Pero los viejos temas siguen ahí, más nuevos y con más
fuerza que nunca.
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