Lo de “el cliente siempre tiene la razón” al igual que
lo de “el pueblo nunca se ha equivoca” se han convertido en lugares comunes,
frases incontrovertidas de nuestro tiempo.
Son frases que oímos con frecuencia a los
comerciantes, a los entrenadores y jugadores de fútbol y a los políticos. Son
producto de una concepción antropológica positiva pero que con frecuencia también
hacen la vida más compleja y difícil.
Es estupendo que, en un restaurante, nos cambien el
plato si no nos satisface o que en un comercio nos devuelvan el dinero sin
tener que dar excusas acerca de por qué nos ha defraudado tal o cual camisa o
pantalón. También es estupendo, en teoría, poder decidir directamente sobre las
cuestiones que nos afectan sin tener que confiarlo todo a representantes
alejados de nuestras preocupaciones que no nos conocen de nada.
También es axioma estos días que cuanto más gente
participa en una decisión, casi cualquier tipo de decisión, ésta será de mejor
calidad que si la toman uno o unos pocos. Por ejemplo, en Norteamérica a la
hora de contratar cada vez más gente tiene contacto con los candidatos en las
organizaciones de cualquier tipo.
Nadie discute que The
wisdom of the crowds es mejor que la sabiduría del individuo aunque sea un
experto. Es por eso que raramente se confían este tipo de decisiones al experto
en recursos humanos por muy bueno que sea.
Y, sin embargo, todos sabemos que el cliente (porque
todos nosotros nos dediquemos a lo que nos dediquemos, somos clientes y
proveedores al mismo tiempo) puede ser caprichoso, mal informado, tener
expectativas poco realistas o incluso estar a merced de un mal día, lo cual
redunda en que algunas veces no tiene razón.
Lo mismo sucede en nombre de la soberanía, el pueblo,
la dignidad o la democracia, en cuyo loable nombre países enteros han tomado decisiones
que han ocasionado un par de guerras mundiales y un sin fin de conflictos.
La belleza de la democracia es, dice Gionvanni Sartori,
el derecho a equivocarse pero aun así se ha prescindido demasiado rápido de los
expertos y, no digamos los líderes cuya labor en la política y en el mundo
corporativo cada vez consiste más en dejar que una, cualquier mayoría decida.
Siento tener que volver a los clásicos, expresión que denota aburrimiento,
y en especial a uno, no tan conocido en España como se debiera, el filósofo
norteamericano Walter Lippmann.
En 1922 escribe La
opinión pública (en español en la editorial
Cuadernos de Langre y en inglés en numerosas ediciones) y acuña el concepto de
estereotipo para describir “esas imágenes mentales vagas e imprecisas” a través
de los cuáles las personas forjan su interpretación de un mundo demasiado
complejo para verlo en sus matices.
En 1925 escribe una excelente secuela que lo completa,
El público fantasma (Genueve
Ediciones), y afina en su escepticismo. Lippmann viene a decir que en la mayor
parte de los asuntos importantes, esos que se solventan últimamente a través de
un referendum, no hay un público informado y deliberative debido a la
ineficacia de los procesos de información pero también por las propias
limitaciones y desinterés de los
individuos.
En ambas obras Lippmann reivindica el papel de los
expertos en ciertas cuestiones frente al del público fantasma.
Era un tema candente entonces y lo es hoy.
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