El otro sábado sucumbí como todo hijo de vecino a ir de compras a un mall en las cercanías de Seattle. A
media mañana, el cansancio y el estrés empezaron a acumularse cuando los niños
empezaban a estar hambrientos y hartos del ejercicio de correr alrededor de
mercancía mientras sus padres miraban y se probaban cosas. La solución más rápida fue entrar en Chipotle, una cadena de
restaurantes de la empresa propietaria de MC Donalds. El lugar estaba atestado
de familias con padres que tuvieron sus hijos avanzada la treintena, con pinta
en su mayoría profesionales o lo que antiguamente se llamaban yuppies.
Chipotle ofrece una versión simplificada de la comida mejicana
adaptada al gusto de los estadounidenses que consiste básicamente en mezclar
arroz, judías (o frijoles), hojas de ensalada y algún tipo de carne de res,
pollo o cerdo a la brasa aderezado con algunas especias y hierbas como cilantro
envuelto o no en una tortilla (mejicana, se entiende). La comida sabe fresca y
natural, lo cual no es poco en un sitio de esas características. Además de ser
barata, un dato a tener en cuenta cuando hay que dar de comer a cuatro
personas.
Pero lo más llamativo de Chipotle no es el ambiente ni la comida. Son
los letreros. Simples, en letra grande y
que me recuerdan tanto a los textos de los libros para niños de 3 o 4 años.
Unos letreros cuya simpleza refleja la escasez de opciones disponibles (apenas
20 o 25 pero iguales en el 75 por ciento de los ingredientes). La antítesis
perfecta de las hamburguesas con seis salsas diferentes en la composición que
sirven en las cadenas de hamburguesas o de las aproximadamente 19.000
combinaciones de café que uno puede encontrar en los Starbucks.
Chipotle es el equivalente en el mundo de la comida rápida a los
diseños de Apple, las pantallas blancas de Google o la ropa laboral de
Carhartt.
El menos es más también se impone en aquellos áreas que muchos
consideran vulgares.