El otro día asistí a una escena que me entristeció. Una mujer trataba de devolver una blusa en Purificación García arguyendo que había desteñido tras el primer lavado. La vendedora le miraba con escepticismo mal disimulado como si no pudiera dar crédito a lo que escuchaba, algo que también nos sucedía a los que nos encontrábamos en una cola cada vez más numerosa. Por supuesto, las explicaciones de la compradora fueron desestimadas. Como si fuera un designio inevitable del destino, la vendedora le explicó que la política de la cadena en esos casos consiste en enviar la prenda para que un grupo de sus expertos, hablaba de ellos como si dicho grupo se tratara de un tribunal supremo irrebatible, dicten un veredicto que sería transmitido en el plazo de una semana. Algunos de los que nos encontrábamos esperando comentamos que nos parecía una política lamentable de servicio al cliente pero no sirvió de nada. Traté de imaginarme una escena parecida en una tienda de Banana Republic pero no me fue imposible.
Parece que, pese a su cada vez más abundante utilización en foros empresariales, no hemos aprendido nada en España acerca del sentido de la palabra stakeholder, la cual carece de traducción precisa al español y viene a significar algo así como "parte interesada en el comportamiento de una organización". A diferencia de sus homónimas norteamericanas, muchas empresas españolas (con sus excepciones, claro) siguen humillando al cliente y situándose en una posición de endiosamiento frente a ellos. De todos los stakeholders posibles, cultivan y respetan sobre todo a los gobiernos, aquellos que les permiten abrir establecimientos, obtener licencias o subvenciones. Desprecian, sin embargo, a quienes les dan de comer, a sus consumidores.
Entrar en una tienda de ropa, en un bar o en una librería y sentir miradas de displicencia, acechantes, sojuzgadoras, molestas por la presencia del visitante, es habitual. No dejo de escuchar las críticas de los dependientes, especialmente libreros, a lo negocios online pero la verdad es que no están a la altura. En la Casa del Libro o FNAC te tratan como un saco de patatas, como si no tuvieran obligación de crear mayor valor añadido para el cliente que tener el producto en la estantería, como en un supermercado cualquiera. Todo aquel que haya adquirido productos en Amazon o Zappos sabe de lo que hablo, de la importancia de recibir información acerca del producto, de la conciencia de que existe un coste de oportunidad para la organización, de una política de devoluciones respetuosa y que otorga al consumidor el beneficio de la duda o de la oportunidad de compartir información con otros clientes. No se trata sólo de establecer una comparación ominosa entre la cultura de servicio al cliente de dos países (cuyos rasgos positivos y negativos resultan francamente obvios) o entre la relación presencial y la relación virtual con el consumidor, sino sobre todo de aprender a desarrollar relaciones de simetría con TODOS los stakeholders, incluido el cliente de a piel de calle capaz de poner a las empresa en una posición de alterar sus comportamientos. Algo que supongo le resbala a la vendedora, que se limitaba "a seguir órdenes", y al management de Purificación García pero que sus equivalentes norteamericanas, reales o virtuales, llevan en el ADN y del que podrían aprender mucho para desembarazarse de esa arrogancia provinciana por otra parte tan española.